Que habla de la osadía
de Reedo y de las
consecuencias que
esto tuvo.
de Reedo y de las
consecuencias que
esto tuvo.
La llanura se veía pacífica y
silenciosa a los ojos de Reedo. Corría bastante brisa esa tarde, y aunque el
sonido le estorbaba un poco en los oídos, era capaz de oír perfectamente los
pasos que se acercaban a cada instante de aquella ave tornasolada de la cual no
recordaba el nombre. Era bastante grande, medía casi un metro de altura, y sus
ojos eran amarillos como el arbusto que ahora escondía a Reedo. El chico saco su
ballesta y esperó en silencio. Ajustó la mira, algo incómodo, aquel aparato en
su rostro le impedía ser lo suficientemente preciso, pero eso no era más que
una excusa (pues hacía ya tiempo que se había acostumbrado a él.) para esconder
el enojo que arrastraba, que le hacía sentir que todo le era molesto. Apretó el
gatillo y en menos de dos segundos el ave había caído. Se levantó, recogió su
recompensa con algo de dificultad y siguió su camino. “Ahí está tu cena, ¿ya
estás feliz?” es lo que pensaba decirle a su abuelo cuando volviera con el ave y
se lo lanzara sobre la mesa.
Ésta era la tercera vez en el mes que
reñía con su abuelo y sinceramente ya se había hartado de sus comentarios
sarcásticos. “Roedor” o "Enano" era lo único que sabía decirle a pesar de que
en los últimos años Reedo había crecido bastante de estatura, además de que ya
no era un niño, hacía ocho meses que había cumplido los dieciocho con lo que
oficialmente se convertía en un adulto, sin embargo aún seguía enojándose y
rumiando por todo como si todavía fuese un pequeño. Golpeo un árbol que estaba
en su camino para liberar un poco de estrés. Reedo esperaba que cayera algo de
él por la fuerza del golpe, pero solo consiguió que sus nudillos sangraran un
poco.
-¡Mierda!- decía mientras agitaba su mano en señal de dolor. Unas lágrimas
quisieron brotar, pero él no las dejó. Rasgo una de sus prendas y se vendó la
mano. Siguió caminando.
Se detuvo. Se quedó allí parado un
momento contemplando el paisaje, y escuchándolo: un cielo turquesa se alzaba
despejado y sereno fundiéndose con las montañas allá lejos en el horizonte,
bajo sus pies el verde suelo se extendía frondoso hasta donde llegaba la vista,
aunque a Reedo le pareció un tanto menos vivo en esta ocasión, las bestias
pastaban en los alrededores, sin preocupaciones y el viento le traía los
sonidos de aquello que sus ojos ya no eran capaces de alcanzar, mezclándose con
las hojas y creando melodías en las copas de los árboles, allí unos cuantos
metros por sobre su cabeza. Cerró los ojos. ¡Ah!, cuán a gusto se sentía, en
ese instante tan perfecto y ajeno de agobios y responsabilidades, dejándose
llevar por el viento, que acariciaba sus manos, su frente y su cabello, susurrando
en sus oídos, con la misma ternura que lo haría una madre, sus pensamientos le
repitieron otra vez lo que por tanto
tiempo le habían dicho, que su lugar en el mundo se hallaba allí, en el
horizonte, y mucho más allá de él, y se sintió parte de aquella orquesta que se
presentaba ante él, por lo menos mucho más partícipe que estando abajo, con su
abuelo y todos los otros. Abrió los ojos para salir de su ensueño y siguió
caminando. Al cabo de un rato, el muchacho se dio cuenta de que había recorrido
bastante. Su enojo, por suerte, se había aplacado con cada paso. Asique decidió
volver, después de todo se había alejado bastante de la compuerta. De pronto, y
en un acto involuntario, alzo la mirada hacia lo alto de un árbol y se
sorprendió bastante al divisar un bulto alojado sobre una de sus ramas más
gruesas. Reedo se acercó con cautela, y en silencio, y cuando estuvo lo
suficientemente cerca, descubrió, para su desgracia, lo que menos esperaba
encontrar sobre un árbol: una persona. Una chica, para ser exactos.
En un segundo se olvidó del pájaro y
corrió al rescate de la desconocida. Subió hasta alcanzar su objetivo y lo
primero que hizo fue comprobar su estado. Aun respiraba, por fortuna, pero muy
débilmente y sus brazos estaban llenos de moretones y rasguños. Al muchacho le
llamo bastante la atención el hecho de que aun en su estado, siguiera con vida,
sobretodo porque en Kahlos hacía ya cientos de años que la atmósfera de la
superficie era toxica para los pulmones de un humano cualquiera. Reviso desesperadamente
en su morral, por si encontraba un respirador extra, y lo hallo, pero estaba
vacío.
-Definitivamente hoy no es mi día- pensó.
Entonces, se le ocurrió una locura: Se
quitó el respirador que llevaba puesto y se lo dio a la desconocida.
-Vamos, tú puedes aguantar esto.- se dijo a sí mismo.
-Vamos, tú puedes aguantar esto.- se dijo a sí mismo.
Como pudo se las ingenió para bajar
del árbol con la chica a cuestas. Ya estando en tierra recordó al ave y también
el hecho de que ya no podía cargarla, con tristeza se despidió de su cena y luego
volvió sobre sus pasos velozmente para llegar a la compuerta por la cual había
escapado.
Corrió con todas sus fuerzas,
atravesando el paraje lo más rápido que le permitieron sus piernas, ya no le
interesaba oír al viento jugar con las hojas, u observar el cielo, o los
árboles, no, ahora tenía que enfocarse en llegar a su meta ileso, o por lo
menos vivo.
Faltaban solo unos cuantos metros para
llegar, pero la vista ya se le estaba empezando a nublar, y sus pasos se hacían
cada vez más pesados y lentos.
-"¡¡Vamos, vamos!! Esta no es la primera vez que haces una locura como
esta, Reedo. Aguanta, que falta poco"- pensaba y se animaba a seguir.
Finalmente llegó hasta su destino: El
Gran Árbol Rojo, como había sido llamado por los humanos hacía ya cientos de
años pues su nombre original ya nadie lo recordaba, un ejemplar descomunalmente
enorme, que en su base tenía una abertura de más o menos unos tres metros de
altura, que a simple vista parecía haberse formado naturalmente, con el paso
del tiempo. Reedo avanzó como pudo, muy cansado, con la dificultad que
implicaba llevar a una persona a cuestas, y justo antes de entrar en la
abertura del árbol, tropezó. Se golpeó bastante fuerte. Se levantó con un poco de dificultad y
siguió adelante, se asombró de si mismo, cuando se dio cuenta de que en ese
instante estaba batiendo su propio récord de resistencia sin un respirador. Claro
que esa sensación de satisfacción le duró bastante poco, pues a los minutos
después sintió una presión muy incómoda sobre su pecho, pero no podía rendirse,
pues en esta ocasión su vida y la de alguien más dependían de ello.
Ya estando en el interior del árbol, observó
que todo estaba oscuro y vació, solo unos débiles rayos de luz se asomaban
desde el exterior. No había nada allí dentro, solo las paredes agrietadas y el
suelo polvoroso. El muchacho se acercó lentamente, ya jadeando, a uno de los
muros y tanteó con sus manos sobre ella en la penumbra, como buscando algo. Al
cabo de unos segundos al parecer encontró lo que buscaba y presionó, hundiendo
con su mano, un pequeño segmento de la pared. Entonces, las vetas de la madera
sutilmente se fueron volviendo más pronunciadas, y de a poco se fueron dibujando
unos relieves quebrados y extravagantes sobre el muro, dejando a la vista lo
que parecía ser una compuerta, llena de hendiduras que corrían a través de ella
como un indescifrable laberinto.
Con sus últimas fuerzas, Reedo metió
la mano dentro de su camisa y sacó un pequeño cristal negro que colgaba de su
cuello. Lo introdujo torpemente en una de las miles de ranuras que este extraño
portal poseía y como por arte de magia, el pequeño cristal se ilumino
tornándose de color morado. Reedo lo giró hacia un lado, luego del otro y
finalmente lo empujo hasta el fondo. El suelo tembló entonces, y la compuerta comenzó
a abrirse de una manera muy extraña: apareció un agujero en el centro que se
fue haciendo cada vez más grande hasta que se abrió por completo. El moribundo
chico recuperó su cristal, luego lanzó a la desconocida hacia el otro lado de
la compuerta y luego se desplomó sin fuerzas ya para levantarse una última vez,
asique dadas las circunstancias, avanzó como pudo, a gatas, lentamente hacia el
interior, sus piernas le pesaban como dos grandes plomos, y su vista se
oscurecía por momentos. Mientras, la compuerta comenzaba a cerrarse y a
amenazarlo con cercenar alguna de sus extremidades, acercándose lenta y letal,
pero Reedo apenas se podía mover. Se arrastró desesperado, la mitad inferior de
su cuerpo ya no le respondía, solo le quedaba confiar en sus brazos, y el sonido del acero disfrazado de madera se escuchaba cada vez más cerca, cada vez más
mortífero. El tiempo pareció ralentizarse, y los segundos parecieron horas en
aquel instante, tan mortalmente eterno y fugaz a la vez. Él estaba consciente
de lo que sucedía y en ese momento, sintió miedo, se vió a si mismo sin
escapatoria, sin esperanzas ya de sobrevivir en una sola pieza. Se encogió,
rendido ya, esperando lo peor. Escucho el sonido metálico de la compuerta al
cerrarse y sorpresivamente no sintió dolor.
-"¿Ya está? ¿Estoy muerto, así de rápido?"- pensó, mientras mantenía
los ojos cerrados. Después de unos segundos abrió los ojos y vio sus pies y sus
piernas completos, no le faltaba nada. Luego agudizó forzosamente un poco la
vista y se dio cuenta que solo había un centímetro de distancia, entre él y la
compuerta.
-"Ja, esta historia no la cuento dos veces"- pensaba sorprendido-
"mi abuelo va a matarme"- Luego de eso perdió el conocimiento.
Continuará...
Geniaaaal, me gustó mucho, ya había leído esto antes. Pero leerlo de nuevo es genial. La ilustración hermosa. ¿Cómo la hiciste? Parece digital...muy bueno todo.
ResponderBorrarMuchas gracias Blanca n.n si, el dibujo es digital, lo hice a lapiz y luego lo pinté con photoshop :3
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