jueves, 6 de agosto de 2015

Capítulo 1 (Primera Parte)

Que habla de la osadía
de Reedo y de las
consecuencias que
esto tuvo.



La llanura se veía pacífica y silenciosa a los ojos de Reedo. Corría bastante brisa esa tarde, y aunque el sonido le estorbaba un poco en los oídos, era capaz de oír perfectamente los pasos que se acercaban a cada instante de aquella ave tornasolada de la cual no recordaba el nombre. Era bastante grande, medía casi un metro de altura, y sus ojos eran amarillos como el arbusto que ahora escondía a Reedo. El chico saco su ballesta y esperó en silencio. Ajustó la mira, algo incómodo, aquel aparato en su rostro le impedía ser lo suficientemente preciso, pero eso no era más que una excusa (pues hacía ya tiempo que se había acostumbrado a él.) para esconder el enojo que arrastraba, que le hacía sentir que todo le era molesto. Apretó el gatillo y en menos de dos segundos el ave había caído. Se levantó, recogió su recompensa con algo de dificultad y siguió su camino. “Ahí está tu cena, ¿ya estás feliz?” es lo que pensaba decirle a su abuelo cuando volviera con el ave y se lo lanzara sobre la mesa.

        Ésta era la tercera vez en el mes que reñía con su abuelo y sinceramente ya se había hartado de sus comentarios sarcásticos. “Roedor” o "Enano"  era lo único que sabía decirle a pesar de que en los últimos años Reedo había crecido bastante de estatura, además de que ya no era un niño, hacía ocho meses que había cumplido los dieciocho con lo que oficialmente se convertía en un adulto, sin embargo aún seguía enojándose y rumiando por todo como si todavía fuese un pequeño. Golpeo un árbol que estaba en su camino para liberar un poco de estrés. Reedo esperaba que cayera algo de él por la fuerza del golpe, pero solo consiguió que sus nudillos sangraran un poco.

-¡Mierda!- decía mientras agitaba su mano en señal de dolor. Unas lágrimas quisieron brotar, pero él no las dejó. Rasgo una de sus prendas y se vendó la mano. Siguió caminando.


Se detuvo. Se quedó allí parado un momento contemplando el paisaje, y escuchándolo: un cielo turquesa se alzaba despejado y sereno fundiéndose con las montañas allá lejos en el horizonte, bajo sus pies el verde suelo se extendía frondoso hasta donde llegaba la vista, aunque a Reedo le pareció un tanto menos vivo en esta ocasión, las bestias pastaban en los alrededores, sin preocupaciones y el viento le traía los sonidos de aquello que sus ojos ya no eran capaces de alcanzar, mezclándose con las hojas y creando melodías en las copas de los árboles, allí unos cuantos metros por sobre su cabeza. Cerró los ojos. ¡Ah!, cuán a gusto se sentía, en ese instante tan perfecto y ajeno de agobios y responsabilidades, dejándose llevar por el viento, que acariciaba sus manos, su frente y su cabello, susurrando en sus oídos, con la misma ternura que lo haría una madre, sus pensamientos le repitieron otra vez lo que  por tanto tiempo le habían dicho, que su lugar en el mundo se hallaba allí, en el horizonte, y mucho más allá de él, y se sintió parte de aquella orquesta que se presentaba ante él, por lo menos mucho más partícipe que estando abajo, con su abuelo y todos los otros. Abrió los ojos para salir de su ensueño y siguió caminando. Al cabo de un rato, el muchacho se dio cuenta de que había recorrido bastante. Su enojo, por suerte, se había aplacado con cada paso. Asique decidió volver, después de todo se había alejado bastante de la compuerta. De pronto, y en un acto involuntario, alzo la mirada hacia lo alto de un árbol y se sorprendió bastante al divisar un bulto alojado sobre una de sus ramas más gruesas. Reedo se acercó con cautela, y en silencio, y cuando estuvo lo suficientemente cerca, descubrió, para su desgracia, lo que menos esperaba encontrar sobre un árbol: una persona. Una chica, para ser exactos. 

        En un segundo se olvidó del pájaro y corrió al rescate de la desconocida. Subió hasta alcanzar su objetivo y lo primero que hizo fue comprobar su estado. Aun respiraba, por fortuna, pero muy débilmente y sus brazos estaban llenos de moretones y rasguños. Al muchacho le llamo bastante la atención el hecho de que aun en su estado, siguiera con vida, sobretodo porque en Kahlos hacía ya cientos de años que la atmósfera de la superficie era toxica para los pulmones de un humano cualquiera. Reviso desesperadamente en su morral, por si encontraba un respirador extra, y lo hallo, pero estaba vacío. 

-Definitivamente hoy no es mi día- pensó.

Entonces, se le ocurrió una locura: Se quitó el respirador que llevaba puesto y se lo dio a la desconocida.
-Vamos, tú puedes aguantar esto.- se dijo a sí mismo.

Como pudo se las ingenió para bajar del árbol con la chica a cuestas. Ya estando en tierra recordó al ave y también el hecho de que ya no podía cargarla, con tristeza se despidió de su cena y luego volvió sobre sus pasos velozmente para llegar a la compuerta por la cual había escapado.
Corrió con todas sus fuerzas, atravesando el paraje lo más rápido que le permitieron sus piernas, ya no le interesaba oír al viento jugar con las hojas, u observar el cielo, o los árboles, no, ahora tenía que enfocarse en llegar a su meta ileso, o por lo menos vivo.

        Faltaban solo unos cuantos metros para llegar, pero la vista ya se le estaba empezando a nublar, y sus pasos se hacían cada vez más pesados y lentos. 

-"¡¡Vamos, vamos!! Esta no es la primera vez que haces una locura como esta, Reedo. Aguanta, que falta poco"- pensaba y se animaba a seguir.



Finalmente llegó hasta su destino: El Gran Árbol Rojo, como había sido llamado por los humanos hacía ya cientos de años pues su nombre original ya nadie lo recordaba, un ejemplar descomunalmente enorme, que en su base tenía una abertura de más o menos unos tres metros de altura, que a simple vista parecía haberse formado naturalmente, con el paso del tiempo. Reedo avanzó como pudo, muy cansado, con la dificultad que implicaba llevar a una persona a cuestas, y justo antes de entrar en la abertura del árbol, tropezó. Se golpeó bastante fuerte. Se levantó con un poco de dificultad y siguió adelante, se asombró de si mismo, cuando se dio cuenta de que en ese instante estaba batiendo su propio récord de resistencia sin un respirador. Claro que esa sensación de satisfacción le duró bastante poco, pues a los minutos después sintió una presión muy incómoda sobre su pecho, pero no podía rendirse, pues en esta ocasión su vida y la de alguien más dependían de ello.


Ya estando en el interior del árbol, observó que todo estaba oscuro y vació, solo unos débiles rayos de luz se asomaban desde el exterior. No había nada allí dentro, solo las paredes agrietadas y el suelo polvoroso. El muchacho se acercó lentamente, ya jadeando, a uno de los muros y tanteó con sus manos sobre ella en la penumbra, como buscando algo. Al cabo de unos segundos al parecer encontró lo que buscaba y presionó, hundiendo con su mano, un pequeño segmento de la pared. Entonces, las vetas de la madera sutilmente se fueron volviendo más pronunciadas, y de a poco se fueron dibujando unos relieves quebrados y extravagantes sobre el muro, dejando a la vista lo que parecía ser una compuerta, llena de hendiduras que corrían a través de ella como un indescifrable laberinto. 


          Con sus últimas fuerzas, Reedo metió la mano dentro de su camisa y sacó un pequeño cristal negro que colgaba de su cuello. Lo introdujo torpemente en una de las miles de ranuras que este extraño portal poseía y como por arte de magia, el pequeño cristal se ilumino tornándose de color morado. Reedo lo giró hacia un lado, luego del otro y finalmente lo empujo hasta el fondo. El suelo tembló entonces, y la compuerta comenzó a abrirse de una manera muy extraña: apareció un agujero en el centro que se fue haciendo cada vez más grande hasta que se abrió por completo. El moribundo chico recuperó su cristal, luego lanzó a la desconocida hacia el otro lado de la compuerta y luego se desplomó sin fuerzas ya para levantarse una última vez, asique dadas las circunstancias, avanzó como pudo, a gatas, lentamente hacia el interior, sus piernas le pesaban como dos grandes plomos, y su vista se oscurecía por momentos. Mientras, la compuerta comenzaba a cerrarse y a amenazarlo con cercenar alguna de sus extremidades, acercándose lenta y letal, pero Reedo apenas se podía mover. Se arrastró desesperado, la mitad inferior de su cuerpo ya no le respondía, solo le quedaba confiar en sus brazos,  y el sonido del acero disfrazado de madera se  escuchaba cada vez más cerca, cada vez más mortífero. El tiempo pareció ralentizarse, y los segundos parecieron horas en aquel instante, tan mortalmente eterno y fugaz a la vez. Él estaba consciente de lo que sucedía y en ese momento, sintió miedo, se vió a si mismo sin escapatoria, sin esperanzas ya de sobrevivir en una sola pieza. Se encogió, rendido ya, esperando lo peor. Escucho el sonido metálico de la compuerta al cerrarse y sorpresivamente no sintió dolor.

      -"¿Ya está? ¿Estoy muerto, así de rápido?"- pensó, mientras mantenía los ojos cerrados. Después de unos segundos abrió los ojos y vio sus pies y sus piernas completos, no le faltaba nada. Luego agudizó forzosamente un poco la vista y se dio cuenta que solo había un centímetro de distancia, entre él y la compuerta.
-"Ja, esta historia no la cuento dos veces"- pensaba sorprendido- "mi abuelo va a matarme"- Luego de eso perdió el conocimiento.


Continuará...

2 comentarios:

  1. Geniaaaal, me gustó mucho, ya había leído esto antes. Pero leerlo de nuevo es genial. La ilustración hermosa. ¿Cómo la hiciste? Parece digital...muy bueno todo.

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    1. Muchas gracias Blanca n.n si, el dibujo es digital, lo hice a lapiz y luego lo pinté con photoshop :3

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